lunes, 30 de diciembre de 2019

soñar con D.

era otoño, creo. no, estoy seguro, era otoño. lo supe por dos cosas: la primera era la luz naranja que entraba por la ventana lateral: una ventana alta, con rejas de madera labrada, un par de postigos que se abrían a la mitad y que dejaban entrar esa luz naranja que solo he visto pocas veces en la vida. el rayo hacía que se vieran las pequeñas motas de polvo que flotaban y que solo existían, para mí, en el instante en que pasaban el umbral de la luz; eran como instantes de vida que solo se observan por un momento, que no tienen historia generativa, que no tienen final teleológico; eran motas que existían solo en su acción de atravesar el rayo naranja, eran agencia cinética pura. la segunda era el olor, el olor que produce el gas en el otoño, que no es el mismo que se huele en invierno; el gas de los calefones en otoño se acerca más al de pan recién hecho, al de lana que aún guarda un poco de la tibieza de la noche anterior. oler ese calor de otoño era como si en cada casa estuvieran preparando una sorpresa en el horno o arreglaran la casa para la llegada de una persona que se espera desde hace mucho tiempo atrás, no importaba si la conocían o no.
era buenos aires, creo. no, estoy seguro, era buenos aires. no solo eran los calefones que soltaban un calor dirigido que me envolvía, sino la combinación de elementos que me permitía sentirme a gusto, seguro, cálido, con una sonrisa de tranquilidad. casi podía escuchar la música que pasaba por la calle de piedras, afuera alguien escuchaba una canción de cumbia, en la esquina otra persona hablaba del folklore. los carros se sentían un poco oxidados pero útiles, la humedad de ricahuelo llegaba en bandadas de aire que mantenían mojado el cabello. me vi en un asiento de madera sin espaldar; era una de esas sillas de base redonda y tres patas delgadas que se mueven fácilmente por toda la casa para poner un pie mientras se toca la guitarra o para dejar la ropa sin doblar que se acaba de secar. a dos metros, quizá tres, estaba ella. era ella, creo. no, estoy seguro: era ella. lo supe por los ojos claros, la sonrisa amplia, por el movimiento de su cabello que se enredaba a veces con sus dedos (un par de anillos retenían un par de mechones mientras me hablaba exaltada). era ella, era D. por un momento, cuando desperté del sueño en duermevela, me asombré por soñar con ella, pero la sensación era increíble; estaba feliz y cómodo y estaba cerca de ella, así que decidí ignorar el sueño como una invención de artificio y volví a él, sin que me importara lo real. ella estaba sentada en una silla con cinco rueditas, con su pie la movía un poco hacia adelante y hacia atrás, como si se hamacara en medio de la conversación. a su lado había una mesa baja, con un computador encendido, la pantalla mostraba la página de un libro a medio subrayar; al lado del computador, dos torres de libros con marcadores de página, papeles con anotaciones y fotocopias, se arrumaban junto a objetos pequeños que hacían equilibrio para no caer en medio del desorden. D. tenía un saco de lana gris, un pantalón azul de mezclilla, zapatos bajos y medias blancas hasta los tobillos; en sus manos sostenía un libro, era un tomo grande de muchísimas páginas. su gesto de sorpresa por tenerlo era innegable: alargaba sus brazos para mostrármelo, pero inmediatamente lo abrazaba. ese vaivén entre el querer compartir conmigo su descubrimiento y no querer dejarlo de tocar, coincidía con el movimiento de la silla que seguía hamacándose hacia adelante y hacia atrás.
era su casa, claramente. se veía cómoda, apoyada en un espaldar alto, con sus codos apoyados en los brazos de la silla, las puntas de los pies apoyadas mientras producían el movimiento hipnótico; mientras tanto, yo estaba sentado de espaldas a la ventana, sin poder recostar la espalda en la pared y en una silla pequeña, siempre a punto de inclinarse. en ese momento, se activó su voz, que hasta ese momento estaba silenciada, aunque siempre vi sus labios moverse: “es un regalo hermoso”, decía, “aún no creo que haya estado en una venta callejera”. la cubierta era gris, parecía una edición de los años cincuenta de un libro que tuvo pocas ventas y después se convirtió en una joya incunable, me preguntaba si ella lo leería de nuevo, imaginé que si tanto la emocionaba encontrar ese tomo seguro conocía el libro y me intrigaba saber si lo iba a estudiar o solo era un ornamento para la mesa desbordada; era un objeto que se levantaba como una prioridad al lado de las torres de papel que, al lado de ese centro gravitacional de antigüedad histórica, parecían pasajeros habitantes de una casa con muchos años. después de un rato de escuchar sus gestos de sorpresa (aunque, en realidad, su voz solo aparecía de vez en cuando, su boca se seguía moviendo contantemente pero no lograba escuchar un solo sonido; la veía y pensaba en lo hermosa que se veía, en los ojos claros, en la sonrisa amplia en el cabello enredado, en sus senos pequeños, en su cadera marcada por el pretil del pantalón, en sus piernas cortas y firmes que delataban sus años en piscinas que solo le daban tres minutos para ducharse; pareciera que yo no tenía el poder de verla y escucharla al mismo tiempo, verla usaba la totalidad de mis energías sensoriales, obliteraba las otras formas de percepción del mundo) y esos pequeños sonidos que hace cuando está asombrada y que parecen arrebatarle el aire algunos segundos, la vi girando el libro para que yo pudiera leer el título. era un título amplio, escrito al estilo gótico con letras doradas y con un subtítulo que, asombrosamente, superaba en palabras el título principal. abajo un exlibris de la colección se enmarcaba en un cuadro con florituras barrocas: un jinete y su caballo. no recuerdo el nombre del libro en la portada, pero sabía que era una primera versión de “adán buenosayres” de marechal. quizá esa primera versión incunable conservaba un hipotético título original, antes del bíblico que se popularizaría después. lamenté recordar tan poco del libro, tan solo quedaban en mi cabeza los personajes que, en grupo, caminaban por las calles nocturnas de una ciudad que aún esperaba convertirse en un ícono, recordaba las largas conversaciones sobre arte y política, la forma en que esos escondidos borges y macedonios fernández construían una ciudad desde la fantasía que tomaría el lugar de la real.
d. no soltaba el libro que mantenía consigo como si fuera a desaparecer cuando dejara de sentir su roce. lo giró y descubrí que, en el lomo, justo encima del título, se leía en medio de los adornos el nombre de leopoldo maría panero (“te debo la locura”, pensé) y entonces nada tuvo sentido. no entendía cómo el nombre de panero aparecía en el tomo de un libro que había sido publicado cuando él no había nacido. y comprendí, creo. no, estoy seguro, no comprendí, sino que imaginé. imaginé al tiempo doblándose como una figura de origami y produciendo ese encuentro que estaba en todos los tiempos y en todos los lugares. porque esa silla era bogotá y buenos aires, y era el buenos aires de los cuarenta, y en el madrid posfranquista; y ese cuarto era el mío y el tuyo y todos los cuartos posible en los que pudimos habernos encontrado pero que no podía ser más que un lugar en el que estabas cómoda en tu silla de cinco rueditas, mientras yo me mantenía como un funambulista anciano en esa silla de tres patas desiguales, buscando el ancla en un libro que se hamacaba en tus manos. me imaginé ahí, no, estoy seguro, me vi ahí: zozobrando entre una marea de tiempos y espacios que me recordaban estar tomados de la mano en la calle mientras gritábamos una conversación sobre agujeros de gusanos, iteraciones estructurales e hipersticiones como realidades posibles. y en medio de ese vaivén de horas y tiempos y espacios, apareció alguien más.
era una voz inicialmente, justamente al contrario que D.: primero fue una voz que llegaba con la emoción de una cadena de palabras que ocupaban todo el espacio y después fue la visión de un hombre alto, grueso, con una barba corta y prolija, el cabello corto y un poco desordenado, con un saco de lana verde de figuras geométricas andinas y una emoción que le desbordaba en el rostro. se sentó tras ella, tras D., en una silla que era igual a la mía pero que estaba tras las cinco rueditas (y que yo no había visto antes). la silla no se movió de su lugar cuando el peso del cuerpo del hombre descansó en la base. contrario a mi silla móvil e insegura, la suya pareció anclarse al piso, sin necesidad de un libro que la ayudara a asirse a la realidad. “tengo una idea, rápido que se me pierde”, dijo, con una voz que demostraba seguridad y firmeza. era la voz de alguien que tenía un horizonte hacia el cual llegar y que no dudaba en caminar hacia un punto en el horizonte; “empecemos”, decía esa voz. D. tomó el libro y casi lanzándomelo, lo dejó en mi regazo, sacó una libreta de hojas blancas y buscó un marcador azul. él cerró los ojos y empezó a construir una cadena de ideas y que D. ilustraba y seguía en su libreta. en lugar de anotar las palabras, d trazaba círculos y flechas y triángulos y bocadillos de cómic y ondas desiguales que, claramente, referenciaban a la perfección las ideas que él iba lanzando al aire como si se trataran de notas musicales que se entonan en una tarde de otoño. yo los veía sincronizados, unidos por medio de la creación de palabras e imágenes en un ritmo que costaba entender de otra manera que no fuera único. dos que eran uno.
yo seguía en mi silla que trastabillaba con cada movimiento, con cada inclinación de mi cuerpo hacia cualquier sentido. ya tenía en mis manos el libro, pero no servía como ancla; era su regalo, fue algo que el cantante de ideas tras D. había construido para ella, no era mi madrid posfranquista, ni mi bogotá, ni mi buenos aires de hace seis años, ni el de marechal de hace cien; era su espacio, era su momento, era su doblez de espacio y de tiempo del cual yo no había conocido más que un pliegue. no quería respirar, no quería emitir un sonido que dañara esa perfecta armonía que habían construido entre palabras y dibujos. con el libro entre las manos vi de nuevo la luz naranja del otoño porteño, vi las motas que flotaban entre el olor a cama tibia, y quise ser una de ellas, quise ser agencia cinética pura. y por eso, en medio de su imagen repetida mil veces en mi mente (ojos claros, sonrisa amplia, cabello largo que se enreda entre los dedos, caderas marcadas, piernas firmes) estoy seguro, no, creo: desperté.

domingo, 11 de diciembre de 2016

un cigarrillo dado vuelta, un fósforo que se agita en el viento

cuando llegué a la sala con un café en la mano, me di cuenta que muchas cosas habían cambiado. eran transformaciones pequeñas, casi invisibles para una mirada distraída, pero ahí estaban: ocultas bajo el velo del desorden. ella sonreía sentada en el sofá mientras hablaba de yoga o del tiempo que necesitaba para ir a recoger a su sobrina. me sumergí en su conversación y los cambios desaparecieron por un momento: dejaron de importar. cuando salió de prisa, con un adiós desprevenido, intenté reconstruir lo que había sucedido en la noche, y encontré muchos vacíos que no podía explicar. y en esa reconstrucción, noté que los puntos de quiebre no se encontraban en aquellas cosas a las cuales mi memoria se aferraba como recuerdos inamovibles, esa memoria que no se modificaría con el pasar del tiempo; estaban en gestos mínimos que la describían más precisamente que su nombre o su historia de vida (la parte que pude inferir). entonces, en medio del caos producido por una búsqueda de linealidad lógica, una frase suelta apareció como una revelación que explicaba la forma de entender el mundo: "cuando enciendas un fósforo debes agitarlo para que le llegue más oxígeno". miré a mi derecha buscando la fosforera que refirmaba que ese recuerdo no era inventado y vi que en la cajetilla semivacía de cigarrillos, uno de ellos se revelaba como el último que debía ser fumado: estaba dado vuelta mostrando el tabaco picado a la vista, en lugar de la simetría aburrida de los filtros secos. ahí se encontraban los cambios, no en mover las sillas de lugar, no en una cortina abierta o cerrada que se movía al vaivén del viento, no en los libros que saqué aquella noche para mostrarle un autor que leía, no en las latas de cerveza semivacías que me cambiaron por una botella de vino, no en la tela que recubre mi sofá que cayó al ritmo de la conversación en la noche. los cambios estaban en una forma de fumar; en la acción del sonreír con todo el ruido posible y con un cierre inesperado; en un desayuno aún no hecho que seguía esperando en la alacena; en un olor que combinaba el humo del cigarrillo y vasos de vinagre que ella me enseñó a dejar por toda la casa; en la imagen de unas medias negras con cuadros asimétricos que salían como incautas apariciones y que nunca pude dejar de ver. los cambios se quedaron conmigo en acciones que, de ahora en adelante, seguiría realizando para comprender mejor el mundo. desde ese día no pude entender cómo era posible fumar sin dar la vuelta a un cigarrillo en la cajetilla, cómo era posible limpiar sin dejar vasos con vinagre por todo el apartamento, cómo se logra encender un fósforo sin agitarlo en el aire, cómo contar de nuevo las historias sin cambiar el final para que todo tenga más intriga, cómo se bota el humo del cigarrillo despacio, como si con él se escapara parte de la vida. descubrí la coherencia de las figuras geométricas en las medias, entendí el final de la risa como una posibilidad de alegría, adiviné los pliegues de las telas como augurios de sorpresas. los cambios no fueron objetuales, fueron de vida. su paso por mi apartamento se convirtió en un conjuntos de tics que serían la sutura que permitía que el día tuviera cohesión y se entendiera como un todo. y ese cigarrillo sigue ahí, dado vuelta, espera ser fumado pero me niego a hacerlo. compro cajetillas aún sabiendo que tengo unos cuantos que acompañan a ese único especial. de vez en cuando fumo uno, y con cada pitada vuelve la sensación del cambio, regresa la sutura de la existencia. en las mañanas, cuando llego a la sala con un café, tengo la esperanza que ese cigarrillo no va a estar, que sin ella estar presente, se lo habrá llevado recordándome que las historias que se cuentan dos veces, deben tener un final cambiado para que todo tenga más intriga.

jueves, 1 de diciembre de 2011

voy por mis restos.

no necesito decirlo. soy obsesivo.
quien quiera que haya leído un par de estos escritos lo sabrá. apuesto y me obsesiono. pero mi obsesión tiene un problema mayúsculo: apuesto mal. primer recuerdo de apuestas. salgo con cinco amigos, estamos en la época de hormonas altas y dinero en el bolsillo. ese extraño momento en que trabajas y sabes que tienes dinero para gastar y aún te sientes un adolescente que puede dormir en el vano de una puerta cualquiera. entonces salimos despavoridos a buscar sensualidad en las piernas de un café superficial. las chicas visten disfraces minúsculos y ofrecen cerveza como si fuera néctar de los dioses. sonríen al pedir un sorbo de alcohol mientras un amigo se apodera de una botella de whisky dejada al azar a nuestros hambrientos organismos. veo a una de las chicas untándose aceite para bebés en las piernas mientras me sonríe, y el choque de la imagen contrastante me despide como si una fuerza centrípeta me levantara cual viento sur. salgo. aún tengo dinero en el bolsillo y una botella de whisky en la mano. acabo el trago de un sorbo (largo) y me dirijo al casino cruzando la calle. un carro me intenta atropellar y falla en el intento. me siento en una mesa de póker (¿o 21? no lo recuerdo) y dejo un billete grande sobre el paño. el dealer lo recoge y me pasa las cartas. veo manchas rojas y negras. algún rey que me sonríe socarronamente y las fichas que se van como el polvo en el viento. T llega apresurado al casino, me que entré y se sienta a mi lado. me pregunta por qué lo hago, me dice cómo podría gastarme ese dinero con un beso falso de la colegiala que me sonrió en el café. le digo que no me importa que lo quiero hacer. mira mis cartas y abre los ojos. las dejo en la mesa y grito que volví a perder, me dispongo a perderlo todo. las palabras que Z me decía al oído: "apuesto mi vida, igual la llevo perdida". T me dice que tengo algo, que gano, que no sea idiota. le doy las cartas, él las abre y a cambio le dan un cerro de fichas. cambio las fichas y en caja me entregan el mismo billete ajado que di a la entrada. en la mejor apuesta de mi vida no gané: quedé en tablas. siempre apuesto, por mujeres, por vidas, por destinos, por climas, por espacios, por tiempos. aún así, mi mejor apuesta sigue siendo una noche en la que recuperé el dinero para pagarle a T un beso plástico a las tres de la mañana. pero no dejo de apostar. soy un obsesivo. quien quiera que haya leído un par de estos escritos lo sabrá.

domingo, 27 de noviembre de 2011

bombeando energía

otra vez no puedo terminar lo que empecé.
alguna vez había escrito algo sobre el todo y las partes. ahora ese archivo está encerrado en una máquina a la que ya no le llega la energía. y es particular que sea justamente una falla en la energía la que haya encerrado el trabajo que llevo acumulando desde hace dos años, porque es una representación metafórica exacta de lo que realmente me ocurre en este momento. todo está ahí, pero falla la conexión. no hay un poder conectivo entre el mundo exterior y el mundo de la escritura que me permita continuar. se cambian los cables, se transforma el voltaje, el lugar desde el cual es posible tomar la energía, pero la conexión falla en algún punto. lo mismo ocurre ahora con mi departamento que ahora se bloquea a la mitad porque en alguna parte la energía se corta. todo un jueves buscando con el técnico un lugar de corte de energía, pero el lugar es inextistente. ese espacio en el cual el circuito se abre para no terminar de ser, es un lugar fantasma (es de puro ecloplasma, podría cantar). pero hoy quería escribir sobre otra cosa y la energía que se desperdicia y ya debe estar llenando hasta colmar un espacio de magnetismo invisible, me llevó por otro camino. así que solo por nombrarlo: hoy volví a preocuparme por mi corazón. no busquen metáforas. el músculo que trabaja un promedio de tres mil millones de veces en la vida, hoy se despertó llamativo. los latidos se fortalecieron tanto que podía ver el movimiento de la camiseta que vibraba al compás de la sangre bombeada. y entonces recordé el primer pensamiento que tuve a la mañana siguiente al despertar en esta ciudad: la compleja tarea que llevaría a los otros el hecho de que pueda morir aquí. de cierta manera, viviendo con mi familia mi mortalidad estaba acolchonada por el cariño familiar. esa idea de que si enfermas y te desmayas cerca a un miembro de tu familia te va a salvar (o llevar al médico o algo así) funcionaba de manera interna, dandome una sensación de inmortalidad. no tardé sino doce horas después de arribar aquí en darme cuenta que la muerte está presente a cada respiración (al final, con un pequeño silbido imperceptible, nótenlo, se los juro si se concentran lo pueden escuchar). al llegar a quí me sentí profundamente vulnerable. mi inmortalidad imaginaria voló hacia el lugar en el que nación (la nada) y se difuminó. descubro por qué me ato tanto a las personas con las que vivo, ellos son mi posibilidad de inmortalidad latente. los lazos de amor, de amistad, de camaradería o cualquiera sea la sensación que nazca en los intersticios de una convivencia responden en el fondo a que gracias a la materialidad subjetiva de otro ser humano cerca, no puedo morir. pero últimamente he estado mucho tiempo solo de nuevo (yo me lo gané) y la muerte está cada vez más cerca, mas notoria, casi tomándose la respiración completa en su ruta hacia la aparición total. y sigo, gastando energía cortada que se desparrama sobre los techos y las ventanas y los alféizar y los umbrales; respirando muerte, perdiendo el sentido de vitalidad que alguna vez creí tener. hoy me volvió a hablar el viejo uruguayo, el que no veía hacía dos meses, me habló de la dimensión ignorada y me dijo unas palabras que no puedo sacar de mi cabeza: "no puedo conectarme con mis propios sentimientos si no me pongo a escribir como un desposeído". no pude estar más de acuerdo: como ejemplo, hoy lloré durante quince minutos, pero eso no ha ocurrido mientras no le escriba y lo haga real (justo ahora, al terminar de teclear la palabra "real", descubro que lo he hecho).

domingo, 20 de noviembre de 2011

objeto indirecto en encuentro fortuito

demasiados encuentros fortuitos.
más de los que quisiera. pero no son míos, tienen algo de ajenos. tienen mucho de foráneos. todo viene de uno de los días que más recuerdo del colegio: el momento en que me enseñaron qué era un objeto indirecto y un objeto directo. creo que esa clase cambió mi vida. es verdad. hijo de una familia católica, estaba convencido que la existencia del ser manaba de su esencia, casi como si existiéramos antes de nuestra materialidad. pero cuando me enseñaron el objeto indirecto, noté que ese objeto como tal existía sin necesidad de tener una acción específica en el mundo, más que recibir la acción del otro. esa idea no me dejó dormir por varios días: el hecho de que la inacción conllevara marca de existencia me parecía errónea pero tan simplemente lógica y coherente que no podía negarla. es desde ese día que me di cuenta que las cosas no son accionadas por lo que yo hago, sino que soy un sujeto de segundo orden en el accionar de alguien más: un objeto indirecto cuya existencia se establece no por la acción, sino por la recepción. como un chiquito que actúa de árbol en la obra del colegio. yo fui conejo en esa obra, pero me dejaron al fondo, tapado por un par de gigantones disfrazados de gallina y perro. pero regreso, en el caso de los encuentros fortuitos soy quien posibilita la movilización del sujeto principal, pero no tiene una acción positiva en sí, sino una pasiva. un ejemplo para eso. camino frente a la facultad son las seis de la tarde, aún hay mucha luz en el cielo. paso al lado de un tipo que sentado en una grada me pide que le regale dos pesos. es un mendigo, aunque es demasiado joven y está muy bien vestido para considerarlo tal. le digo que no tengo y sigo el camino. en dos segundos tengo un satori en el cual sé que lo conozco, sé que es el mismo tipo que tres semanas atrás (en la noche que quiero llamar aciaga, porque fue esa noche cuando el declive rápido empezó y en lugar de tirar de una balsa de salvamento me fui a celebrar con la banda que tocaba mientras el barco hacía agua) me había tomado la mano y me había llamado un colombiano puto. seguí y a mis espaldas escuché la voz del hombre al decirme: "disculpe si lo molesté". él, con esa frase, estaba salvado, redimido: un raskolnikov saliendo iluminado de su crimen. ¿y yo? receptor puro de la redención de otro. las cosas le pasaron a él, y yo me convertí en instrumentalidad. mecanismo que produce la caída y el resurgimiento poético sin esencia actancial posible. pero no es el único. hay más casos que espero no olvidar antes de ponerlos en palabras. la chica venezolana del candombe, el día que fui wingman. y entonces regreso al día aciago, el día que se me presentaba la oportunidad de actuar y decidí la opción incorrecta, la elección errónea (tengo ahora la cara del concursante que ha descubierto que tras la cortina hay una licuadora). a veces quiero otro chance, lo busco en calles y en buses y en casas y en parques. estoy al asecho de opciones de movimiento. espero que esta vez tome la decisión correcta. aunque por lo general la idea de ser un objeto indirecto en encuentros fortuitos no es mala. ya la conozco bien. es mi terreno conocido, así que vuelvo a él, una y otra vez con los brazos abiertos y los ojos cerrados a las contingencias que me rodean y me puedan obligar a actuar.

jueves, 17 de noviembre de 2011

razones para odiar el ajedrez

hablamos de un encuentro fortuito.
estamos fuera de la facultad. saca un cigarrillo y me pregunto si me había dado cuenta antes que fumaba. monta bicicleta y hace deporte. al menos eso creo yo. nunca creí que fumara. sé que monta bicicleta porque porque, ahora recuerdo, un par de veces la encontré en el ascensor con guantes de latex y una rueda con radios en la mano. de la nada surge una conversación. largamos una charla extensa sobre kurt vonnegut. me cuenta que le encanta cat's cradle, que le emocionó breakfast of champions. se asombra cuando le digo que tengo una foto del viejo kurt pegada en el living de casa. "hay otra de philip dick" le comento al pasar. ella me dice que quisiera darle un chance más, que leyó una novela que no la convenció. nada es perfecto, pienso. entonces me nombra a murakami y me pregunta si lo he leído. le digo que lo primero que leí fue kafka en la orilla; coincidimos. un viejo se para al lado. hay un hombre con un tablero de ajedrez y el viejo se saluda con el joven que organiza las fichas en el tablero. ella me promete que me mostrará su novela inacabada de ciencia ficción. después de cada jugada el viejo me mira. pienso que me envidia, que él nunca ha tenido algo como esto que tengo ahora. me siento grande, inteligente. crezco dos centímetros. el viejo me mira con envidia. ella me cuenta que estudió un par de materias que tenían que ver con ciencia ficción. que trabaja en un lugar en el que le pagan buen dinero por un trabajo de tres horas diarias. le digo que le paso unos títulos de ciencia ficción cómica y seria. le pido su correo. antes de que me lo dé la charla se desvía hacia otra parte. me emociono tanto que enciendo un nuevo cigarro. ella enciende otro. la clase debió empezar hace quince minutos y eso es lo que menos me importa en ese momento. el viejo me mira de nuevo. me odia. me envidia. crezco otros dos centímetros. la conversación se continúa. y el viejo se mueve, no mucho, está cerca. se corre lo suficiente como para que esté a un par de centímetros de mi rostro. "ché, parala.", me dice. "¿no ves que estoy tratando de jugar ajedrez so pelotudo?" me grita. me indigno como nunca me había pasado antes. le grito cosas: "viejo pajero", "es un espacio público", "¿hace cuanto tienes las escrituras de la vereda?", respondo. grito. quiero estropear más su viejo rostro. cagarlo a piñas hasta que me pida disculpas. pero nunca soy bueno para confrontar. los gritos fueron suficientes. le digo que nos vayamos. pasamos de calle, cambiamos de acera. la indignación me hace acabar un cigarrillo en dos pitadas. no la puedo ver a los ojos. algo no me deja. eso, lo que sea que haya tenido se rompió. apago el cigarrillo y le digo que tengo que ir a clases. que todos ya deben estar dentro. me despido por cumplir. camino a clase y me doy cuenta que todo el tiempo tengo la cabeza gacha. hasta cuando entro al salón y alguien habla sobre cómo un grupo de bohemios porteños se burlaron de un colombiano que acababa de llegar a su grupo a inicios del siglo xx, y cómo uno de ello botó un lápiz al piso para que el tipo no se diera cuenta que se estaba riendo. me doy cuenta que acabo de perder algo que tuve. al fin tener algo para perderlo por un ajedrecista frustrado. sé que nunca lo recuperaré. un instante en que fui un gigante. el momento que querré tener de nuevo cuando un encuentro fortuito, me dé esperanzas para crecer de a dos centímetros por vez.

lunes, 14 de noviembre de 2011

la antepenúltima verdad

las palabras y las acciones sinceras funcionan bastante bien.
no me refiero a una actitud. la sinceridad en su estado puro. acompañaba a Ch. él estaba buscando a la pelirroja que tanto le gusta. él habla. yo tomo cerveza. intento alejar a la amiga de la pelirroja: una chica de ecuador que a la tercera palabra no pude aguantar. el alejamiento de la amiga es imposible. prefiero bailar solo en medio de la pista. las canciones se cortan a la mitad. no estoy pasando un buen rato, así que sigo bailando con un vaso de cerveza lleno, con dos, con tres. ojos cerrados, que el mundo no importe mucho. en medio del baile una chica se acerca, tiene un hielo en la mano. la pone en mi frente, me moja la cara. me despierta de mi ensimismamiento. la chica me mira y se ríe. Ch está con la pelirroja, la ecuatoriana desapareció. me acerco a la chica del hielo, da dos pasos atrás. en medio de los dos se entrecruza otra chica. me saluda. adivino que se planta en medio para salvar a su amiga. me habla, me pregunta cosas que respondo con una actitud de dejadez. el vaso vacío me pone en perspectiva una charla posible, así que le hablo. no recuerdo nada de lo que me dice. no recuerdo nada de lo que le digo. creo que hablamos sobre trenes. creo que hablamos sobre sus hermanos. busco a Ch, no está. imagino que le está yendo bien, así que me despido. quiero ir a casa. la chica me dice que nos vemos. yo soy sincero, le digo que no creo, que nunca salgo a esos lugares. que difícilmente encuentro almagro en el mapa, que si nos vemos es por una casualidad poco probable. busco mi saco. está en el piso. recoge un poco de fernet que alguien ha regado a su lado. le digo de nuevo adiós a la chica. ella me dice de nuevo que nos volveremos a encontrar. le reitero que no es posible. ella me entiende que le pido alguna certeza de nuestro encuentro. no lo quiero hacer. quiero estar en mi casa. entonces la chica se queda callada. me mira a los ojos. me dice: "¿querés que te diga las cosas tal y como son?". "sinceridad ante todo", le digo. "con vos, no me voy ni a la esquina. mejor dicho, si te vi no te conozco." le agradezco por su sinceridad. me abalanzo a ella "gracias, mil gracias por eso. lo necesitaba." lanzo mi saco al aire y sonrío. encienden las luces cuando el trapo rojo está en el aire aún. doy un pequeño salto y pienso en que la sinceridad en estado puro te trae esas cosas. y veo un buenos aires a las siete de la mañana lleno de sol. radiante, con la verdad que renace en las flores. mientras espero la ruta 36 apoyado en un poste de luz dos chicas con faldas demasiado cortas pasan dando tumbos frente a mí. una le dice a la otra "¿por qué le dijiste eso?, debiste mentirle". ignoro la escena y vuelvo los ojos a la flores de jacarandá. ciudad: no me dejo vencer por tu falsa miseria.
postscriptum: escribía anteayer sobre el problema de aceptar la dualidad del todo y las partes. sufrí una interrupción. dejé todo a la mitad y ya no sé como terminarlo. de repente, todo se convirtió en un contrapunto.