hace poco, una amiga hablaba del terror a la hoja llena en contraposición al terror a la hoja en blanco. Es cierto.
Una hoja escrita conlleva observación puntual, los giros gramaticales en la cabeza, las concordancias de género como leyes inquebrantables. Tenía ese temor a la hoja llena metido en la cabeza: sudaba al pensar que saltaba un error obvio, llenaba de comas todas las frases para evitar fallas, tenía encendido siempre el corrector de cambios en el procesador de palabra. Por eso me especialicé en corregir. Textos llegaban y pasaban. Me pagaban con comida (no sé porqué, siempre era comida) el trabajo de rayar textos y criticar sin tapujos los textos ajenos. Lentamente, el temor a la hoja llena se fue desvaneciendo. Hasta que al fin, desapareció. O mejor: casi desaparece, porque los textos propios siguen acosándome en pesadillas grotescas.
Pero la vida cobra las cosas que aprendemos. Cuando nos especializamos en algo, perdemos otro poco.
Hoy debo escribir un cuento, y el horror vacui de la hoja en blanco ataca de nuevo. Empiezo la historia una, dos, tres veces. lleno tres páginas con imaginerías que no van a ningún lado. Reviso las anotaciones en la libreta, las estructuras que hice hace dos días, los temas que tengo en la cabeza hace un mes, pero nada. la página se llena luego de un arduo trabajo y se vacía con solo oprimir una tecla. Tengo todo en la cabeza y no lo sé contar. Mejor será crear una imagen, así tendré al menos mil palabras.
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2 Comentarios:
El arranque y el cierre, que maldición, si uno logra esas dos cosas, listo ya terminó. ;)
Estamos en las mismas.
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