tres días, una muerte

tres días de descanso y sólo me queda la cara de la muerte.
le decían el pequeño, alguien le dio el mote más afortunado de "el muerto". lo primero que vi de él fue su jugueteo al morder las orejas de la madre. a los dos días era un fantasma de huesos que paseaba al lado de la piscina. miraba el suelo. no comía. intentaba lamer un par de gotas con sabor a cloro, pero la baba del vómito le escurría del hocico. llené una cubeta baja con agua limpia pero él ni siquiera la miró. se tiró al lado recibiendo el sol. dirigió su cara hacia mí, y me contó algo que sabía: agonizaba. lo vi un par de veces más durante ese día. siempre con paso cansino. una vez tropezó con una escalera y se golpeó la cabeza. y la baba siempre presente. como un recordatorio malsano de la muerte. contaba sus costillas a lo lejos. los ojos penetraban lo sólido. me atravesaron. no dejé de pensar en él, ya no importaba el sol, ni el agua, ni las cuarenta y tres cervezas, ni los cinco kilos de carne, ni las dos botellas de whisky, ni la película de terror que no sirvió. eran tres días de descanso y lo único que me quedaba era esa mirada: la cara de la muerte. lo obvié. intenté mirar a otro lado. escuchar la letra de ese otro muerto (cantaba profético: "recuerdo el mar, soñé estar aquí, y no recuerdo despertar"). ocuparme en los cigarrillos. y lo logré. lo olvidé. pero las imágenes no escapan tan fácil. un día después corría por la calle desierta y oscura al lado de un parque. cinco chicos y un cuchillo me perseguían para robarme. y la imagen volvió. y de pronto me reí. de mí. de lo ridículo que me vería mientras él moría. y reí y grité y corrí. los ladrones se alejaron extrañados y se decidieron por robar a la violinista y su novio extranjero. me dejaron en paz. solo con mi risa absurda. ya suficiente me robaba el alma la imagen. vaya descanso. tres días. y ahora solo tengo el rostro de la muerte grabado en las yemas de los dedos.