lunes, 30 de diciembre de 2019

soñar con D.

era otoño, creo. no, estoy seguro, era otoño. lo supe por dos cosas: la primera era la luz naranja que entraba por la ventana lateral: una ventana alta, con rejas de madera labrada, un par de postigos que se abrían a la mitad y que dejaban entrar esa luz naranja que solo he visto pocas veces en la vida. el rayo hacía que se vieran las pequeñas motas de polvo que flotaban y que solo existían, para mí, en el instante en que pasaban el umbral de la luz; eran como instantes de vida que solo se observan por un momento, que no tienen historia generativa, que no tienen final teleológico; eran motas que existían solo en su acción de atravesar el rayo naranja, eran agencia cinética pura. la segunda era el olor, el olor que produce el gas en el otoño, que no es el mismo que se huele en invierno; el gas de los calefones en otoño se acerca más al de pan recién hecho, al de lana que aún guarda un poco de la tibieza de la noche anterior. oler ese calor de otoño era como si en cada casa estuvieran preparando una sorpresa en el horno o arreglaran la casa para la llegada de una persona que se espera desde hace mucho tiempo atrás, no importaba si la conocían o no.
era buenos aires, creo. no, estoy seguro, era buenos aires. no solo eran los calefones que soltaban un calor dirigido que me envolvía, sino la combinación de elementos que me permitía sentirme a gusto, seguro, cálido, con una sonrisa de tranquilidad. casi podía escuchar la música que pasaba por la calle de piedras, afuera alguien escuchaba una canción de cumbia, en la esquina otra persona hablaba del folklore. los carros se sentían un poco oxidados pero útiles, la humedad de ricahuelo llegaba en bandadas de aire que mantenían mojado el cabello. me vi en un asiento de madera sin espaldar; era una de esas sillas de base redonda y tres patas delgadas que se mueven fácilmente por toda la casa para poner un pie mientras se toca la guitarra o para dejar la ropa sin doblar que se acaba de secar. a dos metros, quizá tres, estaba ella. era ella, creo. no, estoy seguro: era ella. lo supe por los ojos claros, la sonrisa amplia, por el movimiento de su cabello que se enredaba a veces con sus dedos (un par de anillos retenían un par de mechones mientras me hablaba exaltada). era ella, era D. por un momento, cuando desperté del sueño en duermevela, me asombré por soñar con ella, pero la sensación era increíble; estaba feliz y cómodo y estaba cerca de ella, así que decidí ignorar el sueño como una invención de artificio y volví a él, sin que me importara lo real. ella estaba sentada en una silla con cinco rueditas, con su pie la movía un poco hacia adelante y hacia atrás, como si se hamacara en medio de la conversación. a su lado había una mesa baja, con un computador encendido, la pantalla mostraba la página de un libro a medio subrayar; al lado del computador, dos torres de libros con marcadores de página, papeles con anotaciones y fotocopias, se arrumaban junto a objetos pequeños que hacían equilibrio para no caer en medio del desorden. D. tenía un saco de lana gris, un pantalón azul de mezclilla, zapatos bajos y medias blancas hasta los tobillos; en sus manos sostenía un libro, era un tomo grande de muchísimas páginas. su gesto de sorpresa por tenerlo era innegable: alargaba sus brazos para mostrármelo, pero inmediatamente lo abrazaba. ese vaivén entre el querer compartir conmigo su descubrimiento y no querer dejarlo de tocar, coincidía con el movimiento de la silla que seguía hamacándose hacia adelante y hacia atrás.
era su casa, claramente. se veía cómoda, apoyada en un espaldar alto, con sus codos apoyados en los brazos de la silla, las puntas de los pies apoyadas mientras producían el movimiento hipnótico; mientras tanto, yo estaba sentado de espaldas a la ventana, sin poder recostar la espalda en la pared y en una silla pequeña, siempre a punto de inclinarse. en ese momento, se activó su voz, que hasta ese momento estaba silenciada, aunque siempre vi sus labios moverse: “es un regalo hermoso”, decía, “aún no creo que haya estado en una venta callejera”. la cubierta era gris, parecía una edición de los años cincuenta de un libro que tuvo pocas ventas y después se convirtió en una joya incunable, me preguntaba si ella lo leería de nuevo, imaginé que si tanto la emocionaba encontrar ese tomo seguro conocía el libro y me intrigaba saber si lo iba a estudiar o solo era un ornamento para la mesa desbordada; era un objeto que se levantaba como una prioridad al lado de las torres de papel que, al lado de ese centro gravitacional de antigüedad histórica, parecían pasajeros habitantes de una casa con muchos años. después de un rato de escuchar sus gestos de sorpresa (aunque, en realidad, su voz solo aparecía de vez en cuando, su boca se seguía moviendo contantemente pero no lograba escuchar un solo sonido; la veía y pensaba en lo hermosa que se veía, en los ojos claros, en la sonrisa amplia en el cabello enredado, en sus senos pequeños, en su cadera marcada por el pretil del pantalón, en sus piernas cortas y firmes que delataban sus años en piscinas que solo le daban tres minutos para ducharse; pareciera que yo no tenía el poder de verla y escucharla al mismo tiempo, verla usaba la totalidad de mis energías sensoriales, obliteraba las otras formas de percepción del mundo) y esos pequeños sonidos que hace cuando está asombrada y que parecen arrebatarle el aire algunos segundos, la vi girando el libro para que yo pudiera leer el título. era un título amplio, escrito al estilo gótico con letras doradas y con un subtítulo que, asombrosamente, superaba en palabras el título principal. abajo un exlibris de la colección se enmarcaba en un cuadro con florituras barrocas: un jinete y su caballo. no recuerdo el nombre del libro en la portada, pero sabía que era una primera versión de “adán buenosayres” de marechal. quizá esa primera versión incunable conservaba un hipotético título original, antes del bíblico que se popularizaría después. lamenté recordar tan poco del libro, tan solo quedaban en mi cabeza los personajes que, en grupo, caminaban por las calles nocturnas de una ciudad que aún esperaba convertirse en un ícono, recordaba las largas conversaciones sobre arte y política, la forma en que esos escondidos borges y macedonios fernández construían una ciudad desde la fantasía que tomaría el lugar de la real.
d. no soltaba el libro que mantenía consigo como si fuera a desaparecer cuando dejara de sentir su roce. lo giró y descubrí que, en el lomo, justo encima del título, se leía en medio de los adornos el nombre de leopoldo maría panero (“te debo la locura”, pensé) y entonces nada tuvo sentido. no entendía cómo el nombre de panero aparecía en el tomo de un libro que había sido publicado cuando él no había nacido. y comprendí, creo. no, estoy seguro, no comprendí, sino que imaginé. imaginé al tiempo doblándose como una figura de origami y produciendo ese encuentro que estaba en todos los tiempos y en todos los lugares. porque esa silla era bogotá y buenos aires, y era el buenos aires de los cuarenta, y en el madrid posfranquista; y ese cuarto era el mío y el tuyo y todos los cuartos posible en los que pudimos habernos encontrado pero que no podía ser más que un lugar en el que estabas cómoda en tu silla de cinco rueditas, mientras yo me mantenía como un funambulista anciano en esa silla de tres patas desiguales, buscando el ancla en un libro que se hamacaba en tus manos. me imaginé ahí, no, estoy seguro, me vi ahí: zozobrando entre una marea de tiempos y espacios que me recordaban estar tomados de la mano en la calle mientras gritábamos una conversación sobre agujeros de gusanos, iteraciones estructurales e hipersticiones como realidades posibles. y en medio de ese vaivén de horas y tiempos y espacios, apareció alguien más.
era una voz inicialmente, justamente al contrario que D.: primero fue una voz que llegaba con la emoción de una cadena de palabras que ocupaban todo el espacio y después fue la visión de un hombre alto, grueso, con una barba corta y prolija, el cabello corto y un poco desordenado, con un saco de lana verde de figuras geométricas andinas y una emoción que le desbordaba en el rostro. se sentó tras ella, tras D., en una silla que era igual a la mía pero que estaba tras las cinco rueditas (y que yo no había visto antes). la silla no se movió de su lugar cuando el peso del cuerpo del hombre descansó en la base. contrario a mi silla móvil e insegura, la suya pareció anclarse al piso, sin necesidad de un libro que la ayudara a asirse a la realidad. “tengo una idea, rápido que se me pierde”, dijo, con una voz que demostraba seguridad y firmeza. era la voz de alguien que tenía un horizonte hacia el cual llegar y que no dudaba en caminar hacia un punto en el horizonte; “empecemos”, decía esa voz. D. tomó el libro y casi lanzándomelo, lo dejó en mi regazo, sacó una libreta de hojas blancas y buscó un marcador azul. él cerró los ojos y empezó a construir una cadena de ideas y que D. ilustraba y seguía en su libreta. en lugar de anotar las palabras, d trazaba círculos y flechas y triángulos y bocadillos de cómic y ondas desiguales que, claramente, referenciaban a la perfección las ideas que él iba lanzando al aire como si se trataran de notas musicales que se entonan en una tarde de otoño. yo los veía sincronizados, unidos por medio de la creación de palabras e imágenes en un ritmo que costaba entender de otra manera que no fuera único. dos que eran uno.
yo seguía en mi silla que trastabillaba con cada movimiento, con cada inclinación de mi cuerpo hacia cualquier sentido. ya tenía en mis manos el libro, pero no servía como ancla; era su regalo, fue algo que el cantante de ideas tras D. había construido para ella, no era mi madrid posfranquista, ni mi bogotá, ni mi buenos aires de hace seis años, ni el de marechal de hace cien; era su espacio, era su momento, era su doblez de espacio y de tiempo del cual yo no había conocido más que un pliegue. no quería respirar, no quería emitir un sonido que dañara esa perfecta armonía que habían construido entre palabras y dibujos. con el libro entre las manos vi de nuevo la luz naranja del otoño porteño, vi las motas que flotaban entre el olor a cama tibia, y quise ser una de ellas, quise ser agencia cinética pura. y por eso, en medio de su imagen repetida mil veces en mi mente (ojos claros, sonrisa amplia, cabello largo que se enreda entre los dedos, caderas marcadas, piernas firmes) estoy seguro, no, creo: desperté.

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