domingo, 11 de diciembre de 2016

un cigarrillo dado vuelta, un fósforo que se agita en el viento

cuando llegué a la sala con un café en la mano, me di cuenta que muchas cosas habían cambiado. eran transformaciones pequeñas, casi invisibles para una mirada distraída, pero ahí estaban: ocultas bajo el velo del desorden. ella sonreía sentada en el sofá mientras hablaba de yoga o del tiempo que necesitaba para ir a recoger a su sobrina. me sumergí en su conversación y los cambios desaparecieron por un momento: dejaron de importar. cuando salió de prisa, con un adiós desprevenido, intenté reconstruir lo que había sucedido en la noche, y encontré muchos vacíos que no podía explicar. y en esa reconstrucción, noté que los puntos de quiebre no se encontraban en aquellas cosas a las cuales mi memoria se aferraba como recuerdos inamovibles, esa memoria que no se modificaría con el pasar del tiempo; estaban en gestos mínimos que la describían más precisamente que su nombre o su historia de vida (la parte que pude inferir). entonces, en medio del caos producido por una búsqueda de linealidad lógica, una frase suelta apareció como una revelación que explicaba la forma de entender el mundo: "cuando enciendas un fósforo debes agitarlo para que le llegue más oxígeno". miré a mi derecha buscando la fosforera que refirmaba que ese recuerdo no era inventado y vi que en la cajetilla semivacía de cigarrillos, uno de ellos se revelaba como el último que debía ser fumado: estaba dado vuelta mostrando el tabaco picado a la vista, en lugar de la simetría aburrida de los filtros secos. ahí se encontraban los cambios, no en mover las sillas de lugar, no en una cortina abierta o cerrada que se movía al vaivén del viento, no en los libros que saqué aquella noche para mostrarle un autor que leía, no en las latas de cerveza semivacías que me cambiaron por una botella de vino, no en la tela que recubre mi sofá que cayó al ritmo de la conversación en la noche. los cambios estaban en una forma de fumar; en la acción del sonreír con todo el ruido posible y con un cierre inesperado; en un desayuno aún no hecho que seguía esperando en la alacena; en un olor que combinaba el humo del cigarrillo y vasos de vinagre que ella me enseñó a dejar por toda la casa; en la imagen de unas medias negras con cuadros asimétricos que salían como incautas apariciones y que nunca pude dejar de ver. los cambios se quedaron conmigo en acciones que, de ahora en adelante, seguiría realizando para comprender mejor el mundo. desde ese día no pude entender cómo era posible fumar sin dar la vuelta a un cigarrillo en la cajetilla, cómo era posible limpiar sin dejar vasos con vinagre por todo el apartamento, cómo se logra encender un fósforo sin agitarlo en el aire, cómo contar de nuevo las historias sin cambiar el final para que todo tenga más intriga, cómo se bota el humo del cigarrillo despacio, como si con él se escapara parte de la vida. descubrí la coherencia de las figuras geométricas en las medias, entendí el final de la risa como una posibilidad de alegría, adiviné los pliegues de las telas como augurios de sorpresas. los cambios no fueron objetuales, fueron de vida. su paso por mi apartamento se convirtió en un conjuntos de tics que serían la sutura que permitía que el día tuviera cohesión y se entendiera como un todo. y ese cigarrillo sigue ahí, dado vuelta, espera ser fumado pero me niego a hacerlo. compro cajetillas aún sabiendo que tengo unos cuantos que acompañan a ese único especial. de vez en cuando fumo uno, y con cada pitada vuelve la sensación del cambio, regresa la sutura de la existencia. en las mañanas, cuando llego a la sala con un café, tengo la esperanza que ese cigarrillo no va a estar, que sin ella estar presente, se lo habrá llevado recordándome que las historias que se cuentan dos veces, deben tener un final cambiado para que todo tenga más intriga.

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