hacía calor. confundido.
un espacio libre al lado de la carretera. el sol entraba fuerte por la ventana. abrí la puerta y bajé del carro para comprar agua. apenas pisé el asfalto, se levantó una nube pequeña de polvo. encima del mostrador un ventilador giraba sin mover las aspas. en la tienda una mesa de plástico azul con cuatro sillas. en una de ellas una niña, catorce años quizá. escribía algo en un cuaderno y elevaba el talón de uno de sus zapatos. tenía una falda celeste muy corta y una camisa estampada con colores brillantes que ya le quedaba pequeña y ajustada. la falda dejaba ver dos piernas jóvenes y tostadas. un cuerpo despreocupado, firme. al entrar a la tienda me miró, sólo para ignorarme dos segundo después. seguía escribiendo en el cuaderno. me incliné hacia un ángulo imposible para ver lo que hacía, pero solo pude ver un par de círculos cruzados con líneas temblorosas. la saludé pensando que me atendería, pero mis palabras fueron respondidas por una vieja tras el mostrador. un rostro opaco y arrugado luchaba por mirar. los ojos muy cerrados, uno de ellos azul cristalino. era notorio que se esforzaba por enfocarme. repetí tres veces mi solicitud, cada vez con más fuerza: "agua", "agua fría, "sí, fría". la vieja hizo un gesto tras de sí, requería la ayuda de alguien para abrir el refrigerador. entonces, desde el vano de una puerta adornado con hilos y plásticos de colores, apareció una chica de quince o dieciséis años. su ropa, demasiado pequeña, se pegaba a la piel y dejaba ver un par de manchas de sudor que se escondían en los pliegues. su piel era ocre: el sol había trabajado con lentitud en esa piel dorándola con paciencia. un par de mechones cayeron sobre su cara al momento de aparecer. rebosaba juventud, expelía picardía, travesura. un pantalón cortado muy alto se mezclaba con una blusa roja. la ropa se las arreglaba para dejar de existir. para desaparecer a cada mínimo movimiento y reaparecer en otras formas y pliegues. entre uno y otro momento, dejaba el cuerpo a su libre albedrío. ley de la indeterminación aplicada a la carne. principio de la incertidumbre en su máxima expresión. no podía quitarle los ojos de encima. cada movimiento estaba definido, parecía un cálculo perfecto de seducción e inocencia. desee con toda mi alma ser de nuevo el tipo de colegio que de vez en cuando iba a ese pueblo. tener quince años menos. diez años menos. sonreirle sin el temor de su juventud, sin la certeza de mi edad. y mientras pensaba en devolver el tiempo, seguía mirándola. y mientas pensaba en esa sonrisa imposible en el tiempo le sonreí. y ella no me quitaba los ojos de encima. disfruté de la fugaz alegría de ser visto. el mundo se redujo a esa piel ocre. a esa ropa pequeña. a esa inocencia difusa. la voz de la anciana interrumpió las miradas: "llévela que se le calienta" y sonrió con amabilidad. obvié la posibilidad de ofrecimiento y llevé la bolsa de agua al carro: la entregué a quien estuviera más cerca. al regresar noté que ella se había sentado con la otra chica en la mesa, eran amigas. hablaban, sonreían, se tocaban. el cuaderno se cerró y los dibujos infantiles dejaron paso a una conversación de gestos inentendibles. en medio de ellas, tras el mostrador, la anciana buscaba las monedas que sobraban de la compra. se demoró -o al menos lo sentí- tanto tiempo que las miradas de las dos chicas me taladraban los oídos. el único movimiento distinguible era el de la anciana, y el los ojos que se clavaban más y más. estiré la mano y recibí las monedas. las dos chicas me siguieron con la mirada. caminé lento para responder a sus ojos. subí al carro y giré la cabeza. volví a rogar por ser un tipo de colegio, era mi último chance. pero seguía siendo yo. la chica ocre giró su cuerpo y corrió la silla de plástico azul. me miró y sonrió. antes de arrancar, alcancé a ver cómo metía su índice entre los labios y sonreía. no supe si su gesto eran nervios, no supe si era burla. intenté responderme todo el camino de regreso. nunca lo logré.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 Comentarios:
Publicar un comentario