martes, 12 de abril de 2011

Necrológica

La lejanía te hace creer que las cosas nunca pasaron. Hay una compresión vivencial que sustrae a la vez que produce extrañeza. Leo un texto en el que se nombra al lector como un enfermo, un sujeto que solo tiene la posibilidad de vivir las cosas escritas, un individuo que vive de lo ficcional que es atravesado por una vida que está ajena a sus vivencias. Entonces imagino la memoria como texto, el recuerdo como esa ficción que es la vida y que no necesita ser atravesada por nada más. Y es así como llegan las escenas y los personajes de los que –como en Quiroga- he decidido ser uno.
Y lo primero que recuerdo, en ese relato que es mi infancia, es el oxímoron de las palabras cariñosas dichas con voz fuerte. Ella en la cocina (siempre la cocina), yo volviendo a la misma pregunta como si fuera un mantra mágico “¿dónde dejo la canasta?”; y ella cortando la repetición con una imposición cariñosa: “andá a la punta de…” Ese día aprendí que el cariño no está atado a las palabras, que muchas veces las palabras son solo puertas que otros te abren para entenderte a ti mismo, que los vocablos significan más de lo que puedes encontrar en los diccionarios. Y es así como se convierten en textos. En un gran cuento que es la infancia, en un poema épico en el que siempre eres el héroe comunitario de ese conjunto que es la familia. Así que llega un nuevo recuerdo: ella en la cocina (siempre la cocina) amasando una de esas cosas que mágicamente sabía convertir en postres. Hablando de las historias de su infancia, convirtiendo su infancia en mi pasado, en mi propia memoria. Yo tratando de recordar todo. Son cosas que no olvidas (pienso) pero las olvido; ya las he olvidado antes. Así que decido grabarla hablando, contando, recordando, re-haciendo. Y dejo un aparatito a su lado y ella sigue. Habla de espantos, de sus viajes en las noches para ayudar a alguien, de personas que nunca en mi vida había escuchado, de historias cortadas por una frase constante: “¿te acuerdas Susana?”. De su memoria prodigiosa recorriendo fechas y espacios e historias (que son mi Historia). Hablando de historias asombrosas que “en serio, así fue; aunque no me creas, aunque te rías”. Y mientras las contaba seguía amasando y revolviendo y cortando, y haciendo esos pequeños hoyos con la punta del cuchillo para evitar que se inflen, y creando digresiones con recetas que salvaban una mancha o que ayudaban a que las cosas fueran mejor (si pones un ajo en el aceite caliente, no se quema). Por eso lo que cocinaba sabía a memoria, olía un poco a esa bolitas de naftalina con las que llenaba su closet (llena de regalos que alguna vez le dieron y que siempre servían para dar a alguien más) y que producían una exhalación que iba dejando como pequeños regalos de su presencia por toda la casa. Las historias del paso a paso de la gigante mazorca que hizo en las fiestas familiares y de la cual se sentía inmensamente orgullosa. Sus platos sabían a eso: a familia, a herencia. Y queda la inexplicable sensación pensar en cuántas personas conocía y cómo era capaz de recordar la infancia de todos, y recordar cómo los había ayudado a todos y cómo todos la nombraban con el diminutivo del cariño entrañable de una época en que, con sus manos (nada más que sus manos y una fe envidiable) le había hecho la vida mejor a todos. A veces las historias se entrecruzaban y los nombres salían a borbotones, como una fuete inagotable de nomenclaturas; no importaba si el nombre era de hombre o mujer, de niño o adulto, de cercano o lejano, todos servían para nombrar (o para nombrarte): Lucía, Adriana, Eufrasia, Enoc, Susana, Andrea, Víctor, Patica, Orfa, Carlos, Mardoqueo… al final , después de diez o veinte nombres era posible que encontrara el que buscaba, quizá no, eso no importaba mucho al final. Cuando lo hacía yo solía reír, era una pequeña broma que sentía me hacía, pero ahora lo entiendo. Para ella no importaba quien eras, cómo te llamabas: eras un ser humano y eso bastaba para saber que podías contar con ella; la única razón posible era que siempre estaba ahí para ayudarte y tú estabas ahí para recibir un fuerte apretón de manos y saber que no estabas sólo. Aún si no tenías fe, podías contar con la de ella y tomar un poco: siempre tenía de sobra para todos. Es así que se convirtió en un ser colectivo, en un centro, en una comunidad completa. Ella no era ella, era todos; por eso repito una y otra vez esa palabra “todos”: porque ya no era un ser, era todos y todos éramos ella.
Hoy me uní al rezo de una larga oración (a ella le hubiera gustado saberlo). Sin buscarlo, me vi repitiendo una y otra vez oraciones que se elevaban hasta la cúpula y volvían potenciadas por el eco de la iglesia. Al final, el hombre de las esferas que cuentan hasta diez para volver al inicio con un “gloria”, sacó un pequeño libro y empezó a recitar uno tras otro los nombres metafóricos que durante años le han dado a la virgen: rosa mística, palacio de cristal, salud de los enfermos… ella los recordaba todos. Una nueva imagen: yo leyéndolos en una iglesia roja y gigante en Arequipa; cuando los veía supe que ella estaba en ese viaje con nosotros, cuando el hombre los leyó hoy supe que me acompañaba hoy en esa banca mientras miraba la virgen de Luján. Ahora sé que siempre está conmigo, en la memoria, en mi pasado, en mi herencia, en mis noches de soledad y en mis fiestas de alegría. Me muerde la oreja antes de que caiga en el sueño, me dice “pate’perro” cuando camino hacia la facultad, me ayuda cuando escribo en esa libreta que me regaló y que traje con tanto cariño, me cuida y me protege, está conmigo y con todos a quienes ayudó en su vida (que no son pocos). Está con su familia, lo más preciado para ella. Siento que me pellizca con cariño cuando hago algo mal y que me da dos golpes fuertes en la espalda cuando creo desfallecer. Estar lejos causa extrañeza y te sustrae. Pero ahora sé lo cerca que está, lo cerca que siempre estuvo.

1 Comentarios:

Unknown dijo...

No pudiste describirla mejor!!! ella es eso, siempre lo será

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