domingo, 1 de mayo de 2011

velorios

tomo la línea 134, bajo en la estación de villa del parque y camino por el puente para comprar los tiquetes. al caminar sobre los rieles el viento golpea con toda la fuerza de la que es capaz. hojas otoñales se desprenden de las ramas y se torsionan libres al viento descarnado. vuelan en grupos no muy bien definidos, atacan por tandas a las tres personas que a esa hora de la mañana caminamos atravesando el frío. todos tenemos los brazos cruzados como en un abrazo intenso, agarramos nuestros sacos y superponemos las capas sobre el pecho como si eso evitara la humedad helada de la ventisca. me acerco a la taquilla y pido un boleto: “ida y vuelta a santos lugares”. detrás, casi encima de mis hombros, una señora me pregunta si voy a lo del escritor, si sé donde es, si había ido el día anterior. cruzo un par de palabras con ella pero no me escucha, pareciera que el viento llega ruidoso o que su densidad no permite la llegada del sonido que articulo. entonces repito: “no tengo idea del lugar exacto, espero preguntar cuando llegue ahí”. “no te preocupés, yo estuve ayer ahí y te acompaño”. pienso que su pregunta es más parecida a una puerta que a un camino.
el tren llega justo a tiempo. debo bajar rápido los escalones para entrar a tiempo, los pies juegan con el rocío y trastabillan un par de veces, pero no se doblan. el impulso del motor hace que mi cuerpo se quede un instante en villa del parque, para continuar con el movimiento horizontal. ella me cuenta que lo conoció, tomó café un día con él, firmó un libro y casi se queda con un manuscrito. me dice que él odiaba los periodistas y a la gente grande, a quienes no dejaba entrar a su casa (“así a chicos como vos sí los atendía y les firmaba cuanto libro le llevaran”. las palabras chicos como vos, retumban desorganizadas en mi cabeza). me pregunta por qué voy, le respondo con una historia ficticia porque no sé realmente la razón. mi viaje obedece más a un impulso que a una lógica. cuenta de su casa y su familia; por mi parte, repito la historia una vez más para llenar el espacio. el viaje dura poco, me bajo con ella y la sigo. el silencio se prolonga un par de calles hasta que me dice: “estuve en el de la sosa y en el de sandro, no sé si lo conozcás”. la veo ahora como una coleccionista de velorios; camina rápido, sin rumbo fijo. me pregunta por dónde tomamos, yo le digo que la sigo que ella sabe dónde es la casa. damos un par de vueltas de más en las cuales se desvanece la historia del café, del libro y del manuscrito. la termino guiando hacia donde están los carros de noticieros y los policías que fuman un cigarro, aburridos mientras juegan en sus teléfonos.
hay pocas personas, nada de filas o de tumultos. los cables se cruzan en la calle a la afueras del club y los periodistas buscan llenar el espacio de las mañanas con los pocos que llegan a esa hora. la coleccionista de velorios ronda cerca a las cámaras y los micrófonos, mostrándose como presa fácil para salir en televisión. aprovecho para subir al segundo piso cuando la veo abalanzarse contra una cámara que tiene la luz roja apagada. veo entonces, por primera vez, un muerto. y lo veo a él, que habló tanto de la muerte, tendido boca arriba con los ojos cerrados y el rostro maquillado con base blanca. me pregunto por qué nunca fui a visitarlo si firmaba libros y hablaba con “chicos como yo”. siempre llego tarde a todo.
salgo a la calle y veo una reja llena de flores y papeles: su casa. escribo un papel con un par de líneas sosas y lo empalo en una de las salientes. mi afán turístico me lleva a sacar la cámara y tomar un par de fotos. la coleccionista de velorios aparece de nuevo a mis espaldas y me pregunta “¿te tomo una foto?”. le digo que sí por inercia de imagen. mi rostro quiere sonreír, pero sé que no es momento para salir sonriente en una foto. ella me pide que le tome una y la envíe a su correo. seguro piensa en que debió hacerlo las otras veces, con la sosa y con sandro. ahora tendrá una prueba para cargar en su cartera y mostrarla a un desprevenido en el próximo velorio. llega el hijo por una calle y el show mediático se aviva. nadie escucha las palabras; los que están cerca prestan más atención a cámaras y grabadoras. subo de nuevo al segundo piso y lo veo de nuevo; ahora, por segunda vez, se convierte en una imagen familiar y cercana. un montón incalculable de flores se amontona en una esquina. el hijo sube las escaleras trayendo consigo el show de luces y siento que el ruido es insoportable.
robo una de las flores y recuerdo cuando en la academia le decían “viejo cascarrabias”. quiero dejarla en lezama, el lugar que me enseñó a amar. guardo la flor en mi maleta y salgo huyendo de la coleccionista que ronda las cámaras. el día desaparece entre trenes, subtes y colectivos. camino la ciudad por esas entrañas que él supo describir tan bien. al llegar a lezama, veo a cinco viejos rodeando una mesa mientras examinan una partida de ajedrez. dejo la flor en esa mesa y me alejo caminando sin decir una palabra. oigo cómo la partida de ajedrez se corta un momento y las miradas caen sobre mí. el parque se destruye ante mis ojos y se reconstruye para ser lezama en 1953; y está él sentado en una banca, jugando con las ramas de otoño y pensando en la peste que acabó con las grandes familias de barracas. “ernesto –le digo- sabía que aquí te encontraría”. me sonríe y se rasca un poco el bigote. “sentáte –me dice- que te quiero contar una historia.”

1 Comentarios:

Bruno dijo...

Bello. Gracias por acordarse de mí. Ya iré a sentarme a Lezama para encontrarlo también, espero puedo acompañarme. Un abrazo, casi pude verlo como, gracias llevarme un rato de la mano de sus palabras.

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