jueves, 17 de noviembre de 2011

razones para odiar el ajedrez

hablamos de un encuentro fortuito.
estamos fuera de la facultad. saca un cigarrillo y me pregunto si me había dado cuenta antes que fumaba. monta bicicleta y hace deporte. al menos eso creo yo. nunca creí que fumara. sé que monta bicicleta porque porque, ahora recuerdo, un par de veces la encontré en el ascensor con guantes de latex y una rueda con radios en la mano. de la nada surge una conversación. largamos una charla extensa sobre kurt vonnegut. me cuenta que le encanta cat's cradle, que le emocionó breakfast of champions. se asombra cuando le digo que tengo una foto del viejo kurt pegada en el living de casa. "hay otra de philip dick" le comento al pasar. ella me dice que quisiera darle un chance más, que leyó una novela que no la convenció. nada es perfecto, pienso. entonces me nombra a murakami y me pregunta si lo he leído. le digo que lo primero que leí fue kafka en la orilla; coincidimos. un viejo se para al lado. hay un hombre con un tablero de ajedrez y el viejo se saluda con el joven que organiza las fichas en el tablero. ella me promete que me mostrará su novela inacabada de ciencia ficción. después de cada jugada el viejo me mira. pienso que me envidia, que él nunca ha tenido algo como esto que tengo ahora. me siento grande, inteligente. crezco dos centímetros. el viejo me mira con envidia. ella me cuenta que estudió un par de materias que tenían que ver con ciencia ficción. que trabaja en un lugar en el que le pagan buen dinero por un trabajo de tres horas diarias. le digo que le paso unos títulos de ciencia ficción cómica y seria. le pido su correo. antes de que me lo dé la charla se desvía hacia otra parte. me emociono tanto que enciendo un nuevo cigarro. ella enciende otro. la clase debió empezar hace quince minutos y eso es lo que menos me importa en ese momento. el viejo me mira de nuevo. me odia. me envidia. crezco otros dos centímetros. la conversación se continúa. y el viejo se mueve, no mucho, está cerca. se corre lo suficiente como para que esté a un par de centímetros de mi rostro. "ché, parala.", me dice. "¿no ves que estoy tratando de jugar ajedrez so pelotudo?" me grita. me indigno como nunca me había pasado antes. le grito cosas: "viejo pajero", "es un espacio público", "¿hace cuanto tienes las escrituras de la vereda?", respondo. grito. quiero estropear más su viejo rostro. cagarlo a piñas hasta que me pida disculpas. pero nunca soy bueno para confrontar. los gritos fueron suficientes. le digo que nos vayamos. pasamos de calle, cambiamos de acera. la indignación me hace acabar un cigarrillo en dos pitadas. no la puedo ver a los ojos. algo no me deja. eso, lo que sea que haya tenido se rompió. apago el cigarrillo y le digo que tengo que ir a clases. que todos ya deben estar dentro. me despido por cumplir. camino a clase y me doy cuenta que todo el tiempo tengo la cabeza gacha. hasta cuando entro al salón y alguien habla sobre cómo un grupo de bohemios porteños se burlaron de un colombiano que acababa de llegar a su grupo a inicios del siglo xx, y cómo uno de ello botó un lápiz al piso para que el tipo no se diera cuenta que se estaba riendo. me doy cuenta que acabo de perder algo que tuve. al fin tener algo para perderlo por un ajedrecista frustrado. sé que nunca lo recuperaré. un instante en que fui un gigante. el momento que querré tener de nuevo cuando un encuentro fortuito, me dé esperanzas para crecer de a dos centímetros por vez.

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